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domingo, 8 de junio de 2025

La cocina sefardí medieval

La cocina sefardí medieval: un legado gastronómico en la España de las Tres Culturas

La cocina sefardí medieval: un legado gastronómico en la España de las Tres Culturas

Durante más de mil años, la Sefarad medieval —nombre con el que los judíos se referían a su tierra en Hispania— fue hogar de una gastronomía rica en saberes, restricciones y creatividad.

Más que una cocina ritual, fue una forma de vida ligada a la espiritualidad, la identidad y la memoria colectiva. Desde la adafina de Shabat hasta los dulces de Purim, los sefardíes convirtieron sus mesas en espacios de celebración, resiliencia y transmisión cultural.






Ingredientes y técnicas culinarias de la Sefarad medieval

    Entre los siglos I y XV d.C., la cocina sefardí en la península ibérica aprovechó al máximo los ingredientes mediterráneos, adaptándolos a sus normas religiosas. Los cereales, especialmente el trigo y la cebada, eran básicos, consumidos en forma de pan y gachas. El pan, a veces ácimo o poco levado, se cocía dos veces para conservarlo más tiempo y se reutilizaba en platos como el almodrote de berenjenas o dulces secos como bizcochos y rosquillas.

    Las hortalizas y verduras eran fundamentales, especialmente para los más humildes. La berenjena era muy apreciada, cocinada de múltiples formas (asada, frita, en escabeche, rellena). También se consumían guisos como las alboronías, y potajes con legumbres como garbanzos, lentejas o judías blancas, fuente importante de proteínas.

    La fruta se aprovechaba según la estación y se conservaba mediante confituras, jaleas, y arropes. El dulce de membrillo era muy valorado. Frutos secos como almendras, pasas y piñones se usaban en platos salados y dulces. La conservación de alimentos incluía el secado al aire y los escabeches, técnica común en pescados y carnes para su consumo en Shabat.

    La fritura en aceite de oliva era preferida por su neutralidad ritual, dando lugar a platos como el pescado frito y dulces como buñuelos o hojuelas, precedentes de los pestiños y torrijas de la Semana Santa cristiana.

    Respecto a las proteínas animales, predominaba la carne de cordero y aves como pollo o pichón. El cerdo estaba prohibido y la carne de vaca era menos frecuente. Las carnes se aprovechaban en albóndigas especiadas, una práctica que pasaría a la cocina española.

    El pescado, fresco o en salazón (como el atún o bacalao), era muy apreciado. No existían restricciones sobre él más allá de que tuviera aletas y escamas, lo que excluía mariscos y anguilas.

    El uso de especias y hierbas dependía del nivel económico y del contacto con el mundo árabe. Se empleaban canela, pimienta, comino, azafrán, clavo o jengibre, además de hierbas como cilantro, perejil y hierbabuena. El ajo, muy característico, era un distintivo de la cocina sefardí, usado en sofritos junto a cebolla y aceite de oliva, base de muchos potajes y estofados, y rasgo que influenció a toda la cocina ibérica. 

Influencias romana, árabe y cristiana en la cocina sefardí.

    La cocina sefardí medieval fue un cruce de tradiciones culinarias, resultado de siglos de presencia judía en Iberia. Desde tiempos romanos, los judíos hispanorromanos adoptaron elementos como el trigo, la vid y el olivo, así como técnicas de conservas y guisos largos, siempre adaptados a las leyes kosher. El aceite de oliva y el pan de trigo reemplazaron a las grasas animales prohibidas, y el gusto por las legumbres y el escabeche también fue heredado del mundo romano.

    La influencia árabe fue la más profunda. Con la llegada de Al-Ándalus, se produjo una revolución agrícola que trajo productos como el arroz, cítricos, espinacas, caña de azúcar, almendras y especias. Los judíos adoptaron rápidamente estos ingredientes, combinando sabores dulces y salados, y usando técnicas como almíbares y frituras. Platos como el almodrote, las albóndigas especiadas y los bimuelos tienen paralelos en recetarios andalusíes. En esencia, la cocina sefardí del periodo fue una versión kosher de la sofisticada cocina andalusí.

    La cocina cristiana también influyó, sobre todo tras la Reconquista. Los judíos convivieron con hábitos culinarios castellanos o catalanes, adoptando alimentos como caza, setas y algunas legumbres europeas. A su vez, los cristianos incorporaron platos judíos y árabes: ollas y potajes tradicionales españoles tienen raíces sefardíes, con la adafina considerada “la madre de todos los cocidos”.

    Hubo, sin embargo, diferencias notables: mientras que los cristianos usaban ampliamente el cerdo, los judíos lo evitaban por ley religiosa. Aun así, compartían ciertos gustos, como el del bacalao seco, y algunos dulces conventuales posteriores parecen tener origen sefardí, transmitidos tras la expulsión.

    En conjunto, la cocina sefardí medieval combinó lo romano, lo árabe y lo cristiano, y dejó una huella duradera en la gastronomía española.

Tradición religiosa: kosher, Shabat y festividades judías.

    La cocina sefardí medieval estaba íntimamente ligada a la religión judía. Las leyes de kashrut regulaban qué se podía comer: solo carnes de animales rumiantes con pezuña hendida y aves domésticas, sacrificadas mediante el rito de shejitá. Se prohibían el cerdo, caballo, conejo, y pescados sin escamas ni aletas, como el marisco. No se podía mezclar carne y leche, lo que llevó al uso de aceite de oliva o leche de almendras como sustitutos. Los utensilios se separaban según el tipo de alimento para evitar contaminación ritual.

    El Shabat (sábado sagrado) implicaba no cocinar ese día, por lo que se preparaban platos con antelación. El más emblemático era la adafina, un guiso de cocción lenta con legumbres, verduras, carne y huevos enteros, que se cocinaba toda la noche y se servía al día siguiente en varias tandas. También se preparaban platos fríos como pescados en escabeche, tortillas o berenjenas aliñadas, así como dulces y panes especiales como las jalot.

    Las festividades judías aportaban un recetario simbólico. En Pésaj se comían matzot y dulces sin fermento; en Purim, frituras como fijuelas y “Orejas de Hamán”; en Sucot, platos otoñales en cabañas decoradas; en Rosh Hashaná, manzanas con miel y granadas; Janucá con buñuelos fritos; y tras Yom Kipur, comidas suaves y dulces con almendras o dátiles.

    Entre los platos emblemáticos destacaba la adafina, considerada la madre de los cocidos españoles. Las empanadas y boyos rellenos de espinacas, carne o garbanzos eran comunes, y algunos investigadores los relacionan con las migas castellanas. También se elaboraban panes rituales trenzados y dulces como buñuelos (bimuelos), hojuelas con miel (fijuelas), rosquillas secas y frutas confitadas. Muchos de estos dulces influyeron en la repostería española posterior.

    En síntesis, la cocina sefardí fue un reflejo de la fe judía, adaptada con creatividad a las normas religiosas, a través de platos simbólicos que se transmitieron y conservaron incluso tras la expulsión de 1492.


Dieta y diferencias sociales en la aljama

    Como en el resto de la sociedad medieval, en las comunidades judías (aljamas) la alimentación variaba según el nivel socioeconómico. Un mercader acomodado no comía igual que un artesano o campesino. Aunque todos respetaban las normas kosher, el acceso a los alimentos era muy desigual.

    Las familias adineradas —banqueros, comerciantes, rabinos o cortesanos— disfrutaban de una dieta abundante. Consumían carnes variadas (cordero, ternera, aves exóticas), especias costosas (canela, jengibre, azafrán), azúcar importada y vinos kosher de calidad. Usaban harinas refinadas para panes blancos y fruta seca de primera. En sus banquetes no faltaban platos sofisticados: carnes guisadas o asadas, arroz especiado y postres con frutos secos y almíbar. La presentación también importaba: fuentes de loza fina, hierbas decorativas y estancias perfumadas con agua de azahar. Se sabe, por ejemplo, que judíos granadinos en el siglo XIII ofrecían en Shabat platos de cabrito al horno o gallina con almendras y canela. También celebraban Purim con vinos importados y cenas generosas.

    En cambio, los judíos pobres —artesanos, campesinos, sirvientes— tenían una dieta modesta. Comían pan oscuro (de trigo mezclado con centeno o cebada), legumbres y verduras de temporada. Un jornalero del siglo XIV desayunaba gachas o lentejas, almorzaba pan con aceite y ajo, y cenaba un guiso ligero con coles o habas. La carne se reservaba para ocasiones especiales como el Shabat, y aun entonces era escasa. A veces preparaban gallinas viejas con muchas verduras o compensaban la falta de carne con ingredientes como castañas, membrillos o nabos. Las albóndigas podían hacerse solo con pan, ajo y algo de grasa. La adafina de los humildes apenas contenía carne, pero sí legumbres y frutas cocidas para dar consistencia.

    Pese a la pobreza, los más humildes intentaban honrar el Shabat. Se ahorraba durante la semana para comprar un pescado para el sábado. Las aljamas organizaban colectas para garantizar vino y pan para todos, especialmente en Pésaj.

    Entre los extremos sociales existía una clase media —artesanos prósperos, pequeños comerciantes— con una dieta moderada pero digna. Comían pollo con cierta frecuencia, carne una vez por semana, legumbres a diario y buen pan. Tenían aceitunas, queso de cabra (kosher), cebollas y ajos. Aunque su cocina no era tan lujosa como la de los ricos, tampoco era tan básica como la de los pobres. Un tendero de Toledo, por ejemplo, podía preparar guisos con hueso salado de ternera (imitando jamón), o sardinas en escabeche.

    La región también influía en la dieta: los judíos costeros como los de Sevilla o Valencia disfrutaban de más pescado fresco y frutas tropicales, mientras que en las regiones interiores como Castilla o Aragón era más común la caza kosher (corzos, aves) y las conservas. Los sefardíes del sur, bajo dominio musulmán durante más tiempo, accedían antes a productos lujosos como especias y azúcar.

    Las redes comerciales internas ayudaban a suavizar las desigualdades: comerciantes judíos llevaban atún salado a zonas del interior o distribuían vinos de calidad por toda la península. Así, incluso comunidades menos favorecidas podían tener acceso a algunos productos especiales.

    Estas diferencias alimenticias también afectaban a la salud. Los ricos sufrían ocasionalmente enfermedades como la gota, causadas por el exceso de carne y vino, mientras que los pobres padecían carencias nutricionales en épocas de escasez. Sin embargo, en general, la población judía medieval tenía menos enfermedades carenciales que la cristiana, gracias a sus normas de higiene y selección alimentaria: la carne debía estar perfectamente desangrada, se evitaban animales enfermos, y los alimentos eran cuidadosamente lavados y preparados.

    Un punto clave era la solidaridad dentro de la aljama. Los ricos contribuían a la sedaká (caridad), que financiaba alimentos para los más necesitados. Cada barrio tenía un responsable encargado de repartir pan y vino a las familias pobres antes del Shabat. Esta red comunitaria garantizaba que, en los días sagrados, todos pudieran disfrutar de una mesa digna. A través de la gastronomía, se fortalecía la cohesión social y se mantenían vivos los valores de la comunidad.


Cocina sefardí: dimensión comunitaria y social

    En la cultura sefardí medieval, la cocina no era solo una actividad doméstica, sino un acto profundamente comunitario y social. Muchas tareas culinarias se realizaban colectivamente, fortaleciendo los lazos dentro de la aljama y marcando el ritmo de la vida cotidiana y festiva.

    Un claro ejemplo era el uso del horno comunal. Cada viernes, las familias llevaban sus panes y ollas de adafina a cocer, generando una escena de intensa actividad. Las ollas se marcaban con números y se sellaban para evitar confusiones o contaminación no kosher. Tras sellar el horno, un vigilante judío lo custodiaba toda la noche. El sábado, al mediodía, las familias recogían su guiso en medio de un ambiente bullicioso y festivo. Este ritual reforzaba la identidad compartida, pues todo el barrio olía a adafina, anunciando la llegada del Shabat.

    También se realizaban preparaciones comunitarias en otras festividades. Antes de Pésaj, se organizaban equipos para elaborar matzot rápidamente, bajo supervisión rabínica. Las familias pudientes solían costear los ingredientes para los más necesitados. En Sucot, se construían sucás colectivas decoradas con frutas y ramas, compartiendo comidas al aire libre.

    Los eventos familiares como bodas, bar mitzvás o circuncisiones también eran celebraciones comunales. Toda la aljama participaba: las mujeres preparaban dulces, el carnicero kosher elegía los mejores cortes, y se prestaban vajillas y utensilios. Las bodas duraban días y eran tan espléndidas que incluso vecinos cristianos eran invitados a compartir confituras y vinos.

    La cocina cumplía además una función solidaria en momentos difíciles. Durante el luto (shiva), los vecinos llevaban comida a la casa del difunto para que la familia no tuviera que cocinar, mostrando empatía y apoyo.

    La educación culinaria también tenía una dimensión colectiva. Las niñas aprendían recetas no solo de sus madres, sino también en jornadas grupales de preparación de conservas o encurtidos, donde se transmitían saberes orales en judeoespañol entre vecinas.

    Incluso tras las conversiones forzosas, estas costumbres persistieron en secreto. Testimonios inquisitoriales muestran cómo los criptojudíos seguían reuniéndose en privado para celebrar el Shabat, cocinar su adafina y mantener viva su tradición comunitaria, a pesar del riesgo.

    En suma, la cocina sefardí medieval fue un espacio de encuentro, solidaridad y afirmación identitaria. Desde el horno compartido hasta las celebraciones y ayudas mutuas, cocinar y comer juntos era una forma de cohesión y resistencia cultural.


Tras 1492: evolución, influencia y pervivencia en la diáspora

    La expulsión de los judíos en 1492 por orden de los Reyes Católicos supuso el fin de una larga presencia sefardí en la Península, pero no de su cultura gastronómica. Al contrario, esta se transformó y se expandió con la diáspora, dejando huella tanto en las cocinas de acogida como en la propia España.

    Los sefardíes se establecieron en lugares como el norte de África, el Imperio Otomano o el sur de Europa. Allí conservaron sus recetas, adaptándolas a los ingredientes locales. En Turquía, por ejemplo, adoptaron variedades orientales de berenjena y crearon platos como la “buena djena” o el “imam bayildi”. En Oriente Medio integraron el arroz pilaf, el yogur y nuevas especias, y, tras el descubrimiento de América, también el tomate, el pimiento y la patata se incorporaron a sus cocinas, como en la dafina marroquí o los estofados balcánicos con tomate.

    A su vez, estas comunidades sefardíes influenciaron la gastronomía de sus países de acogida. En el Imperio Otomano, su habilidad con la berenjena y el escabeche enriqueció la cocina local. En los Balcanes, introdujeron dulces como los búlemas y empanadas como las filós de prasa. En Marruecos, su cocina se fusionó con la local, mezclando la dafina con el cuscús o los buñuelos con dátiles.

    En España, aunque los judíos se marcharon o se convirtieron, su legado culinario subsistió. Los conversos siguieron preparando platos tradicionales en secreto, modificándolos para evitar sospechas inquisitoriales: por ejemplo, añadiendo embutidos a la vista y luego retirándolos. Así, muchas recetas sefardíes fueron “cristianizadas”, como la adafina que evolucionó hacia el cocido o las albóndigas con salsa de almendra que se adaptaron a los recetarios cristianos. Otros ejemplos son los pestiños, la tortilla de habas o las torrijas, todos con posibles raíces sefardíes.

    Hoy, muchos expertos reconocen la huella sefardí en la cocina española. Platos como las migas, el cocido madrileño, los dulces conventuales o el uso abundante de aceite de oliva con ajo tienen conexiones con la tradición sefardí. Iniciativas como “Sabores de Sefarad” buscan recuperar esa herencia.

    En paralelo, las comunidades sefardíes en la diáspora —de Israel a los Balcanes, de América a Marruecos— siguen preparando platos heredados de Sefarad. Recetas como la minestra de apio, los borekas, la frittada de prasa o el polo de fideos aún conservan sus nombres en ladino y se transmiten oralmente o en canciones. La lengua ladina ha sido clave para preservar este patrimonio culinario.

    En resumen, la cocina sefardí no desapareció con la expulsión. Evolucionó, se dispersó y dejó una profunda marca en las cocinas mediterráneas y españolas. Hoy, al saborear un buñuelo con miel o una empanada de espinacas, tal vez estamos probando, sin saberlo, un fragmento vivo de la Sefarad medieval.

Bibliografía recomendada

  • Jawhara Piñer, Hélène (2021). Sefardí. Cocinar la historia. Col&Col Ediciones.
    Recorrido histórico-gastronómico desde el siglo XIII con recetas documentadas y adaptaciones actuales. Escrito por una historiadora y chef especializada.

  • Zafra, Javier (2020). Sabores de Sefarad. Red de Juderías de España.
    Libro divulgativo con textos, recetas y contexto histórico. Parte de un proyecto de recuperación del legado culinario judeoespañol.

  • Roden, Claudia (1996). El libro de la comida judía. Editorial Almuzara.
    Obra esencial sobre cocina judía global, con gran presencia de recetas sefardíes de origen mediterráneo y mediooriental.

  • Bensadón, Ana (2011). Recetas endiamantadas y Dulce lo vivas. Ed. Magasa.
    Dos libros centrados en la repostería sefardí, especialmente dulces festivos, con recetas tradicionales de la diáspora.

  • Hinojosa Montalvo, José (1992). Los judíos en la España medieval. Ed. Síntesis.
    Estudio histórico sobre la vida cotidiana en las aljamas, con referencias a alimentación, costumbres y festividades.

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